Existen muchas teorías que coinciden en que el origen de la dependencia emocional está en la infancia, cuando se producen circunstancias de falta de aprobación, de amor y valoración, que hacen adultos que temen a la soledad, sintiéndose responsables de la felicidad del otro, miedo al rechazo, falta de seguridad en uno mismo, baja autoestima y complejo de inferioridad.
El miedo al abandono es uno de los miedos que surgen en la infancia cuando alrededor de los siete meses de edad los niños presentan miedo o ansiedad cuando tienen que separarse de sus padres. Este miedo se presenta en todas las culturas y en todos los niños. El niño teme ser abandonado por sus progenitores y está relacionado con el miedo a perder el amor de sus padres. Siente que si lo abandonan es porque no lo aman.
Si hay algo que define indefectiblemente nuestra niñez, es la experiencia doble de la seguridad y la inseguridad.
La seguridad se arraiga en la certeza moral del amor incondicional de nuestros padres. Sabemos bien de pequeños que, independientemente de nuestros actos, difícilmente catalogables por un niño como buenos o malos, -porque el conocimiento acertado del bien y del mal aún está por formarse-, siempre contaremos con el amor incondicional del padre y de la madre.
¿A caso podría un niño vivir con la coacción moral de que tiene que ganarse el cariño de sus padres por la bondad de su comportamiento o de sus actos?
El niño crece en la confianza de que, a pesar de cómo se comporte, sus padres siempre lo querrán, porque lo hacen gratuitamente y sin necesidad de méritos. Si el afecto fuera un premio a conquistar, la infancia se convertiría en una conquista de la que muy pocos podrían salir victoriosos.
La madurez, entre otras cosas, nos introduce en el ámbito de las seguridades, tanto afectivas como materiales, pero las heridas del pasado incierto, y a menudo incómodo, han conseguido modelar lo que cada uno es hoy en día.
Esta herida de la infancia explica el sentimiento de abandono que sufren las personas que sienten dependencia. Para evitar el abandono, y ante el miedo a sentirnos solos, hacemos lo posible para no perder nuestra pareja, amigo, familiar, etc.
La dependencia es un tipo de adicción que produce apego ansioso, se sufre mucho. Además, cuando más dependiente te muestras, más rechazo recibes por parte de tu pareja, lo cual hace que sientas aún más miedo a perder a esa persona, más ansiedad y más dependencia. Es, por tanto, un círculo vicioso.
Además, ocurre que si la persona que más te quiere, tu padre o tu madre, te hacía llorar en el pasado y esta fue la forma de demostrar su amor, buscaremos que nuestra pareja también nos haga llorar para demostrarnos su amor.
En otras ocasiones, en el seno de un hogar desestructurado donde no sólo no se recibe el cariño y la atención de los padres, sino que muchas veces los hijos han de sobreponerse a situaciones de responsabilidad adulta, de miedos y sobrecargas emocionales, desembocan en una personalidad adulta que necesita del conflicto, de la crisis y el caos para poder demostrar su competencia y ese complejo de “salvador” que ha generado una relación no gratificante que le resulta demasiado familiar, y por lo tanto, conocida.
De estas situaciones, se crean personas que dependen todo el tiempo de que alguien les diga que los quiere, que los ama, que son lindos, que son buenos. Están permanentemente en búsqueda de otro que le repita que nunca, nunca lo va a dejar de querer. Todos sentimos el deseo normal de ser queridos por la persona que amamos, pero otra cosa es vivir en función de confirmarlo.
Con el tiempo, en cualquier área moral, intelectual o afectiva, el dependiente va desarrollando cierta tendencia a depositarse en una sola de las personas de su entorno. Ellos o ellas sienten que necesitan de esa otra persona ya no para avanzar, sino para ser. Cuando esto sucede, la dependencia deja de ser un síntoma o una actitud y se transforma en una enfermedad. El individuo llega a creer sinceramente que no podría siquiera subsistir sin el otro.
Lo que sigue es previsible. Animado por esa falsa creencia, comienza a condicionar cada conducta a ese vínculo patológico en el que vive muchas veces con sentimientos ambivalentes, ya que para el dependiente representa al mismo tiempo su salvación y su calvario. Todo lo que hace está inspirado, dirigido, producido o dedicado a halagar, enojar, seducir, premiar o castigar a aquel de quien depende.
La psicología moderna lo llama codependencia, y lo asemeja a una adicción a un vínculo y la equipara a cualquier otra adicción. Exactamente igual que en un síndrome de drogodependencia, el codependiente es portador de una personalidad proclive a las adicciones y puede, llegado el caso, realizar actos casi o francamente irracionales para proveerse de “la droga”.
Esta adicción queda escondida detrás de la supuesta pasión amorosa y la conducta dependiente se incrusta en la personalidad con falsas ideas como la de “no puedo vivir sin ti” o la sobrevalorada necesidad de la presencia calificadora de la persona amada.
Como dice Jorge Bucay cuando le dice un paciente que si ama a alguien es sano pensar que no puede vivir sin esa persona….él contesta: “No. Nunca es sano…y lo peor…es que tampoco es cierto”. Pero, ¿qué pasaría si el más inmaduro y dependiente de mis “yos” tomara el mando y decidiera no aceptar una ruptura…un abandono por parte de la pareja? El primer peldaño es intentar transformarme en una necesidad para ti. “Te doy todo lo que quieras”.
El segundo peldaño es que me tengas lástima… “Yo que te quiero tanto…y tú que no me quieres”.
El tercer peldaño….que me odies….todo con tal que me tengas en cuenta….
Y el cuarto lo bajan las personas que son violentas…trato que me tengas miedo….
Tal vez lo que sucede es que, en el fondo, yo, tú y todos, pretendemos no desprendernos totalmente de nada, especialmente cuando el “ya no más” no depende de nuestra decisión ni de nuestra renuncia. A la luz de lo dicho, uno puede darse cuenta de que el dolor de una pérdida puede tener que ver no sólo con no tener algo, sino también con el mal manejo de mi impotencia. A veces la vida está relacionada con soltar lo que alguna vez nos “salvó”. Soltar las cosas a las cuales nos aferramos intensamente, creyendo que tenerlas es lo que nos va a seguir salvando de la caída.
Tenemos tendencia a aferrarnos a las ideas, a las personas y a las vivencias. Nos aferramos a los vínculos, a los espacios físicos, a los lugares conocidos, con la certeza de que esto es lo único que nos puede salvar.
En realidad actuamos así porque una parte de nosotros no confía en nuestra fuerza, intenta convencernos de que no seríamos capaces de tolerar ningún sufrimiento o que no podríamos soportar el dolor; y por si fuera poco confundimos esas dos cosas.
El sufrimiento es racional aunque no sea inteligente, induce a la parálisis, es estruendoso, exhibicionista, quiere permanecer y, para ello, reclama compañía, pero no como consuelo, sino porque necesita testigos.
El dolor, sin embargo, es silencioso, solitario, implica aceptación, estar en contacto con lo que sentimos, con la carencia y con el “vacío” que dejó la ausencia.
En definitiva, se trata de no haber aprendido que obtener y perder son parte de la dinámica normal de la vida considerada como “feliz”. La muerte, el cambio y las pérdidas están íntimamente relacionados desde el comienzo de los tiempos con la felicidad y con la vida plena
La sabiduría popular o el inconsciente colectivo saben, desde siempre, que las pequeñas muertes cotidianas y quizá también los más tremendos episodios de muerte simbolizan internamente procesos de cambio.
Vivir activamente es permitir que las cosas dejen de ser para que den lugar a otras nuevas, y para eso hay que aprender a soltar lo anterior.
Cuando tememos a lo que viene, nos aferramos a lo que hay.
Con relación al amor, el dolor es más que un riesgo, es casi una garantía, aunque sólo sea el dolor de descubrir nuestras diferencias y de enfrentar nuestros desacuerdos.
Vivir vale la pena. Una pena que es valiosa porque, además de inevitable, de alguna manera nos abre la puerta de una nueva dimensión. El dolor ineludible que nos sirve para conseguir algo más importante. La condición imprescindible para sostener mi propio crecimiento.
En definitiva, de los miedos pasados se puede ser consciente, se puede ser inconsciente, se puede huir y, finalmente, integrarlos en la trama histórica de la existencia personal. Pero en cualquier caso, nunca borrarlos de la estructura fundamental que nos configura como seres humanos.
“Si de noche lloras porque el sol no está,
las lágrimas te impedirán ver las estrellas”. Rabindranath Tagore.